POR JACQUES GIRAUD
Durante mucho tiempo pensé que la productividad era cuestión de herramientas. De encontrar el sistema perfecto, la aplicación milagrosa, el calendario más eficiente o la fórmula secreta de alguien más. Pero con el tiempo entendí algo más profundo y menos glamoroso: la verdadera productividad está en tres aspectos: enfoque, elección y los hábitos que repetimos todos los días. Sí, en esas acciones pequeñas que parecen no cambiar nada… pero que, con el tiempo, lo cambian todo.
Hay una gran sobrevaloración de la fuerza de voluntad. Nos gusta creer que podemos lograrlo todo con determinación, pero lo cierto es que la voluntad se agota. Es limitada. Y cuando dependemos solo de ella, nuestros niveles de productividad se vuelven una montaña rusa: unos días estamos imbatibles, otros no logramos ni empezar.
Ahí fue cuando descubrí el verdadero rol de los hábitos: son una forma de automatizar lo importante. De reducir la fricción. De eliminar decisiones. No tengo que preguntarme si planifico mi día o no, simplemente lo hago.
Pero, así como hay hábitos que potencian, hay otros que sabotean. Y muchas veces, lo hacen en silencio. Durante un tiempo, caí en la costumbre de revisar el celular apenas despertaba. Diez minutos, luego quince, y sin darme cuenta ya estaba respondiendo correos o viendo noticias a las siete de la mañana. El resultado era un arranque caótico, en modo reacción. No era dueño de mi tiempo, estaba corriendo detrás de él o entregándolo a terceros. A simple vista parecía una distracción menor, pero en la práctica me robaba foco, energía y claridad.
En su libro “Hábitos atómicos”, James Clear dice: “Un cambio del 1% puede parecer insignificante en el momento, pero si se sostiene en el tiempo, los resultados se multiplican”. Lo viví en carne propia: incorporar una revisión diaria de mis tres prioridades del día me ayudó a dejar de caer en la trampa de estar “ocupado” pero sin avanzar en lo importante. Ese microhábito de cinco minutos cambió la forma en la que trabajo. Ya no reacciono: elijo. Y lo hago a diario cuando realizo mi check in del día.
Hay un elemento poco mencionado en el diseño de hábitos, pero que para mí ha sido decisivo: los anclajes emocionales. Es decir, conectar un hábito no solo con lo que “debo hacer”, sino con cómo me quiero sentir. Observa estos ejemplos:
-No escribo en mi diario por disciplina. Lo hago porque me da paz.
-No medito por rutina. Lo hago porque necesito claridad antes de empezar el día.
-No digo que no a ciertas reuniones por capricho. Lo hago porque valoro mi energía.
Cuando un hábito está ligado a una emoción o valor personal —como sentir calma, tener control o cuidar el enfoque— se vuelve mucho más fácil sostenerlo. Ya no se trata de cumplir una obligación, sino de honrar algo que te importa.